Extracto de El Libro Perdido.
Capítulo 21: El pueblo que
olvidé
Había miles de cosas que se me
cruzaban por la cabeza para mostrarle y contarle a mi amigo sobre mi pueblo, su
(mi) historia, sobre lo que se veía y sobre todo respecto de lo que no estaba a
la vista: Los pueblos son eso. No lo que se ve, las cosas, sino esa maraña infinita de historias, dichos, personajes y
tradiciones que mantienen todo lo otro, lo secundario junto, como un engrudo.
Las personas en el pueblo se transforman en personajes públicos. Casi no existe
el anonimato. Todos saben qué es del otro. Qué hacen, que no. Y si no lo saben,
suele pasar que se inventa fácilmente. Lo que pasa con el comentario de pueblo es que se genera cuando hay poco que decir de
la realidad y suele ser exagerado a fin de ilustrar un domingo mateando en la
calle para ver quién pasa, el sábado a la noche en el asado con amigos…
Lo que pasa, en realidad, con los
comentarios del pueblo es que suelen ser verdad.
No me parecía justo hablarle a mi
amigo sobre todo esto, primero porque en mi cabeza pasaban a la vez miles de
cosas conectadas compleja e ilógicamente y no podía demandarle semejante
esfuerzo de atención e interés. Además pensaba que no habíamos podido darle a
Las Flores una vuelta semejante, asique decidí que este reconocimiento hablara
por sí mismo.
Mis padres cada vez se parecían más
a mis abuelos ya difuntos. Cosa para nada extraña que me daba, por un lado un
terrible y obvio temor, y por el otro lado extrema ternura. De mi abuelo, el
papá de mi papá, no recuerdo mucho ya que falleció cuando yo era crío, pero las
pequeñas imágenes sueltas que tengo en la cabeza (que deben ser hoy por hoy más
fruto de la imaginación que de un recuerdo verosímil) son exactamente a como
veo a mi padre hoy en día. Nunca fuimos muy cercanos, supongo que al ser el
quinto hijo varón ya no había mucho de especial para compartir y yo, lo acepto,
hasta hace poco tiempo atrás tampoco intenté compartir nuestros mundos. Me
contó que mi abuelo, en su lecho de muerte en el hospital de Pringles,
internado en terapia le pedía a mi papá –su hijo mayor- unos tragos de vino que
este le traía a escondidas para cuando los médicos se iban por ahí o se
descuidaban. Murió en su ley y además, murió de viejo. La puta muerte rodeó y
coqueteó con mi papá hace unos años, pero éste, hueso duro de roer, la mandó a
mudar, al menos hasta un futuro incierto. No era, al parecer la forma o el
momento en que mi Viejo quería pasar para el otro barrio. Esa circunstancia me
hizo pensar en las cosas en común y en esa pavada que resulta el pasar un tiempo juntos. Algo fácil que
es muy difícil de notar en las buenas y que en las malas se vuelve oro puro.
De
mi abuelo me quedó eso, el abuelo que me inventé. De mi viejo, una segunda
oportunidad que aprovecho tímidamente cada vez que puedo (nada de mariconeadas, vió).
Con mi madre por el contrario,
siempre fui más cercano. No por preferencia, simplemente porque, en contra de
la austeridad y el silencio de mi Viejo, ella sí supo sortear las barreras de
mi personalidad y adentrarse –entrometida-
en mis asuntos más íntimos por así decirlo. Ella sabe cosas de mí y poco a poco
hemos podido entablar una relación especial y particular. Con códigos internos,
chistes y temas de conversación absolutamente nuestros. Un gran punto en común
es que a mí me gusta muchísimo leer y a mi Vieja –que también- le encanta
pasarme libros; ella, en su vida no-jubilada, era bibliotecaria asique, en
diferenciación con mis hermanos, tenía esa ventaja y ese punto de empatía que
uso cada vez que puedo. Eso, sumado al chusmerío
del pueblo, a las meriendas con amigas, y a las charlas con las mamás de
mis amigos hacían que mi madre tuviera un panorama más amplio (aunque no creo
que del todo justo) de mí.
Allí estaba mi vida, en postales; en
postales olvidadas. Como son todos los recuerdos. Me vi sentado a orillas del
Pillahuinco leyendo El Hobbit en una
tarde fría pero soleada. Me ví caminando de madrugada para darle una carta de
efusivas declaraciones a un amor de la adolescencia. Me ví montando la bici con
mi gran amigo de la infancia y vecino, Fernandito. Allí estaba yo, volviendo
por primera vez de lo de una chica con una sonrisa que me desencajaba las
fauces. Sentado en la plaza escuchando una banda que sonaba desde Casa de Cultura mientras lloraba, solo,
la inevitable muerte de mi abuela. Yo, robándome un Martín Fierro de una colección ajena (Robar libros no es robar, es
justicia).
De repente había caído el manto del
Pringles que se veía y se erigía ante mí el verdadero Pringles, mi
construcción, mi vida, y ahí estaba yo otra vez, distinto pero siempre el
mismo. Cambiante en el hecho de no cambiar jamás ante el ojo de quien te conoce
de verdad. Como un niño indefenso (sin necesidad de defenderme). En el ojo de
la tormenta pueblerina. Allí volvía el viento que raja los labios. La
bicicleta. La Sierra de la Ventana allá a lo lejos. El olor a comida casera de
la cocina de mi casa. Las baldosas, el club y el descampado.
De
repente allí estaba el pueblo que olvidé.